Pintura


    Este cuadro de Géricault abrió nuevos caminos por cuanto condujo al arte al controvertido terreno de la protesta política. Retrata a escala monumental el momento en que los supervivientes de un naufragio — abandonados por su capitán en un episodio que escandalizó a Francia — avistan la nave que los salvará. El incidente se entendió en su día como una metáfora de la corrupción reinante en el país a la caída de Napoleón. Artísticamente cabe establecer una interesante comparación con El juramento de los Horacios, de tamaño similar y junto al cual se expone en el Louvre. La obra de David aboga por el servicio del Estado; en ésta se recrimina al Estado por abandonar a su servidores. 

     Géricault organiza la composición formando dos pirámides. La primera la dibujan los vientos que sostienen la vela. A la segunda se suele aludir como una “pirámide de la esperanza”: las figuras inferiores están muertas, y la pirámide se alza, pasando por los enfermos y los moribundos, hasta llegar a la figura de la cúspide, que cobra nuevas energías ante la perspectiva del rescate. Es una progresión, pues, desde la desesperación hasta la esperanza.
     
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    Un tema como éste no podía dejar de fascinar a un artista visionario como Dalí, desde siempre frecuentador del mundo del sueño y la extravagancia. Sus ilustres precedentes — entre los más conocidos, el Bosco y Jacques Callot — podían suponer una rémora para la libertad inventiva del pintor; con todo, logró crear una imagen nueva y al mismo tiempo fiel a la tradición. Las visiones que el santo ermitaño, desnudo en primer plano, trata de alejar extendiendo ante sí, con el antiguo gesto del exorcismo, y una rústica cruz, constituyen un auténtico incono daliniano. 

     Predomina en ellas la figura del elefante de Bernini, transfigurado por la fantasía de Dalí y provisto de larguísimas partas, de delgadez inverosímil, que en ocasiones porta sobre el lomo un obelisco, una arquitectura fantástica o una figura femenina desnuda en actitud lasciva. 

     En el fondo a la derecha, el más alejado de estos fantásticos seres carga en la grupa una altísima torre que se pierde más allá de las nubes, sobre las cuales se entrevén edificios, como en un espejismo.

     En primer plano, un gigantesco caballo blanco encabritado sobre las patas trasera recuerda, con la boca abierta mostrando toda la dentadura, los jumentos esqueléticos que aparecían en los primeros cuadros surrealistas del pintor.

     El motivo de elefante aracnoide era especialmente caro a Dalí, quien lo utilizó en varias ocasiones; figura también en los decorados para la comedia de Shakespeare Como gustéis, puesta en escena en Roma por Lucchino Visonti en 1948.
     
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    Chagall nunca ocultó su aprecio del valor semántico del autorretrato; desde su primer periodo parisiense ejecuta una numerosa serie de pinturas en las cuales su figura ocupa un puesto privilegiado, entre ellos el Autorretrato con siete dedos y Yo y la aldea.

     Aun cuando la obra no pertenece al género del retrato en sentido clásico, el pintor puede representar pintando y con los instrumentos de su trabajo: pintura en la pintura, este asunto se amplía hasta adquirir significados profundos y alegóricos. En el Autorretrato de 1959-1960 se hallan todos los elementos de la metapintura chagalliana: la celebración del amor por su esposa y la exaltación de la belleza de la ciudad en la que ha vivido años felices y que ha elegido como su patria adoptiva pasan por el reconocimiento de la pintura como estado de gracia, fuerza unificadora y portadora de la creatividad que abre las puertas del Yo. 

     El cuadro presenta a Chagall sonriendo, con la paleta y los pinceles en la mano; sobre su cabeza, las dos figuras de la mujer y el gallo parecen esperar un gesto del pintor y la gran catedral de Notre-Dame, símbolo de la ciudad. Sobre París y los protagonistas del cuadro brilla una luna medio escondida por un elipse, imagen de fuerte valor simbólico: en el cuadro, en el cual es de noche, todo lo que sucede es fruto del universo onírico del artista, que proyecta las figuras de su interioridad en el cielo. 

     El color tenue, en tonos azules, suaviza los contornos de la ciudad y atempera su imagen real profundizando la impresión de sueño que caracteriza toda la escena: sin separaciones claras, manchas azules y blancas y esfumados narran otro sueño del pintor.
     
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    Las túnicas transparentes de las Tres Gracias, las elegantes manos de Venus y las floridas vestiduras de Flora se unen para crear una de las obras más bellas del Renacimiento italiano. El cuadro refleja el delicado dibujo que era fundamental en el arte florentino de la época, y la sutil línea de Botticelli crea una atmósfera delicada, casi femenina.

     Botticelli comenzó su aprendizaje con Fra Filippo Lippi, y después frecuentó los círculos intelectuales que prosperaron durante la «edad de oro» de Florencia. Muchas de sus obras encierran significados filosóficos y alegóricos; La primavera, en particular, ha suscitado numerosas discusiones acerca de su significación simbólica. El artista recibió después la influencia de un carismático sacerdote llamado Savonarola, y su producción de obras de asunto mitológico disminuyó. 

     Botticelli murió casi en el olvido. Fue redescubierto en el siglo XIX por los prerrafaelistas, que admiraban ante todo el delicado dibujo del artista del Renacimiento.
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     Vista desde cerca, esta obra parece el sueño de un verdulero. Al alejarnos
del cuadro, aparece una cabeza humana hecha íntegramente con frutas y hortalizas de verano: peras, melocotones, cerezas, ciruelas … Aunque a menudo utilizaba frutas y hortalizas para crear sus retratos, sabemos que
Arcimboldo también recurría a recipientes y utensilios de cocina para crear sus fantásticas imágenes. Sus obras más importantes fueron pintadas en Praga, donde estuvo al servicio de una serie de emperadores de la dinastía Habsburgo.

     Arcimboldo tenía otros deberes cortesanos además de la pintura, como diseñar adornos para las fiestas. Adquirir obras de arte para la colección del emperador y, por extraño que parezca, proyectar y construir obras hidráulicas.
Las pinturas de Arcimboldo se consideraban un tanto simples, lo cual no impedía que fueran imitadas, pero la popularidad no le llegó hasta que los
surrealistas reconocieron en él a un artista que también amaba los equívocos
visuales.

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     Un patrón cuadriculado separa las secciones de colores primarios fuertes que muestra esta composición geométrica. Con su rechazo de unas convenciones artísticas tan antiguas como el espacio pictórico tridimensional y la línea curva, Mondrian pretendía crear obras de arte a partir de los elementos más simples: la línea recta los colores primarios, disponiéndolos en el lienzo hasta encontrar una composición de equilibrio perfecto. Su propósito era crear un arte no figurativo cuyas leyes, de alguna manera, reflejarían el orden del Universo.

     Este empleo de la línea y el color puro son típicos del movimiento De Stijl, del que Mondrian fue un miembro destacado. En 1.938 abandonó su Holanda natal y viajó a Londres, donde una bomba destruyó su estudio. Pasados dos años viajó a Nueva York, donde sus composiciones se animaron un poco más reflejando los ritmos de vida más inquietos de Broadway.

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     Una diosa sensual, de piel de porcelana, contempla su reflejo mientras se dispone a bañarse. Los suaves amarillos, blancos y tonos carne crean una sensación de calma, y el cuerpo alargado queda acentuado por la columna jónica que hay detrás de la figura y por la forma misma del lienzo. Las pinceladas, invisibles a simple vista, son tan suaves y pulidas como la superficie brillante del agua.

     Leighton que estudió arte en Europa, fue la cabeza visible del clasicismo británico, con un estilo y una temática muy influidos por las estatuas y la mitología de la Antigüedad, en directa oposición al medievalismo de los prerrafaelistas. Su primer cuadro lo adquirió la propia reina Victoria, lo cual representó el éxito inmediato. Sus obras alcanzaron gran popularidad en formas de reproducciones producidas en masa. Leighton fue también un excelente escultor y llegó a ser elegido presidente de la Real Academia de Londres.

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     Sosteniendo un libro en una mano, San Juan Bautista señala con la otra a la figura agonizante de Cristo crucificado. La inscripción que hay en latín detrás de su brazo dice: Illum oportet crescere, me autem minué («Él debe crecer, pero yo disminuir»). Los dedos alargados de Cristo se extienden debido a la fuerza de los clavos, la sangre gotea de la lanzada del costado, y su carne está cubierta de heridas purulentas. María Magdalena está postrada de rodillas al pie de la cruz, con el tarro de perfume a su lado, y la Virgen María se desvanece en los brazos de san Juan Evangelista.

     La obra maestra de Grünewald le fue encargada para presidir el altar mayor de la capilla de Isenheim, cercano a Estrasburgo. El monasterio albergaba además un hospicio en el que los monjes de la orden de San Antonio atendían a los apestados, víctimas de la enfermedad más mortal y devastadora de la época. Los enfermos no tenían esperanza de curación, por lo que esta imagen debía confortarlos y reafirmar su fe; el mensaje pretendido es que Cristo, cuyo cuerpo quebrado aparece cubierto de llagas como las causadas por la peste, comprende su dolor y llora con ellos y por ellos.

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     El cuadro representa el momento en el que los dos discípulos reconocen a Cristo resucitado en su compañero de mesa cuando éste bendice el pan. La energía pictórica de Caravaggio dimana de su habilidad para combinar realismo, distorsión y simbolismo en una imagen coherente. A primera vista parece retratar los hechos tal y como pudieron ocurrir: Cristo no está idealizado y tiene un rostro sereno, radiante e inhabitual: juvenil y lampiño; y los discípulos, que parecen pescadores de verdad, con facciones toscas y rudas expresiones, reaccionan de forma creíble ante lo que ven. Equilibrando esta agitación de los discípulos, el gesto atento y tranquilo del mesonero, que refuerza la realidad de la revelación. Y sin embargo, cuanto más se estudia la obra, más artificios, distorsiones y símbolos salen de la luz.

     Caravaggio dominó perfectamente la técnica del escorzo. Aquí se aprecian claramente tres: la mano y brazo del peregrino que porta la concha, la mano de Jesús en el gesto de la bendición, y el cesto de fruta en mágico equilibrio hacia el espectador. Pero sobre todo fue un maestro del claroscuro;visiblemente se advierte en esta obra el uso magistral de esta técnica, iluminándose con focos externos la escena, se crea un ritmo pictórico de brillantes charcos de luz blancos y rojísimos, con negras sombras y penumbras.

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    El pequeño cuadro de Giorgione es uno de los tesoros de la Academia de Venecia, y una obra sobresaliente de este joven genio a quien se le atribuyen con certeza contados trabajos, que murió a los 32 años, víctima de la peste que todos los veranos asolaba Venecia. No existe ninguna obra firmada y fechada por él, y la confusión aumenta debido a que, tras su prematura muerte, muchos de sus cuadros fueron terminados por sus discípulos entre ellos Ticiano. Este cuadro es excepcional para su época por ser ante todo un paisaje. El germen, de hecho de la tradición paisajística de los siglos XVII y XVIII (siglos después de su muerte, los paisajes pastoriles de Giorgione seguían siendo admirados y ejercieron una gran influencia en pintores como Nicolas Poussin). 

     Amén de proporcionar un gran placer visual, el cuadro carga además con el misterio de su significado. Muchos expertos han propuesto teorías sobre quiénes son las figuras del paisaje y cuál podría ser su sentido, ¿por qué una mujer desnuda amamanta a su hijo en pleno campo cuando una tempestad amenaza en la distancia? ¿Es este cuadro una simple excusa para pintar un paisaje poético, o tiene una significación más profunda? Nadie ha podido descifrar cuál es el motivo de esta obra, y probablemente no se resolverá nunca, pues la ambigüedad y el misterio son cualidades inherentes al gran arte.

     Giorgione es el pintor que mejor encarna el estilo de los artistas de Venecia: Pincelada, suelta y ligera, y el tratamiento armónico del color y el tono.

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     Esta pintura muestra a un grupo de jóvenes bailarinas mientras asisten a una lección impartida por Jules Perrot, que parece estar hablando con la bailarina enmarcada por la puerta o haciendo comentarios sobre ella. Él es el eje de la actividad que se desarrolla en la sala, aun cuando no logre captar la atención de los presentes. El pintor dispone a las muchachas en semicírculo dentro de un espacio progresivamente escorzado. La línea de fuga está acentuada por las junturas de la tarima, a la cual se deja un amplio espacio en primer plano. “Degas es uno de los raros artistas que han dado importancia al suelo” - escribe Paul Valéry. “Tiene pavimentos admirables [...] El suelo es uno de los factores esenciales en la visión de las cosas. De su naturaleza depende en gran parte la luz reflejada”. 

     Es una de las primeras obras que Degas dedica a la danza: sentía fascinación por el ballet, al que dedicó más de la mitad de sus obras (pinturas y esculturas). Aunque pintó bailarinas en el escenario, él prefería con mucho los ensayos y los descansos. Este interés se explica en parte por las similitudes existentes entre el ballet clásico y el estilo y método de Degas. El ballet clásico es un arte de gran precisión y equilibrio, y la perfección sólo se alcanza practicando y repitiendo constantemente. Su arte es también de una precisión extrema; aunque expuso con los impresionistas, su sentido de la inmediatez es más fruto del tema y la composición que de la pincelada espontánea típica de los impresionistas “puros”.

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     Esta obra de Constable se ha hecho tan popular que adorna cajas de bombones, platos, postales y toda clase de recuerdos turísticos. El llamado “país de Constable”, en East Anglia, congrega a miles de visitantes, y la casa y la bifurcación del río aquí inmortalizados gozan de la protección del National Trust, que administra el patrimonio nacional británico. Esta pintura de Constable representa una imagen nostálgica de la campiña inglesa, con el hombre trabajando la tierra en perfecta armonía con la pródiga naturaleza: una edad de oro anterior a los problemas industriales de la era moderna. Aunque es perfectamente legítimo entenderla así, lo que Constable pretendía era crear una materia pictórica nueva que, sin embargo, poco artistas y coleccionistas de la época aceptaron como arte serio. 

     Constable pintaba despacio. Para esta obra realizó muchos bocetos al aire libre a lo largo de varios años; luego hizo un dibujo de tamaño natural en el que organizó la composición y la apariencia final de la obra; y al fin pintó el cuadro en su estudio de Londres, como se lee en la firma, visible en el extremo inferior del lienzo. No logró vender el cuadro en la Royal Academy: rechazó una oferta de 70 libras (sin el marco) por insuficiente. Al fin lo expuso en el salón de París de 1824, don de su éxito fue tal que se alzó con la medalla de oro. La obra ejerció una notable influencia en la escuela de Barbizon, y por vía de ésta en el impresionismo francés.
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     El espectador es introducido en el taller del artista, donde éste muestra una de sus obras a los pintores Édouard Manet y Claude Monet. A la izquierda aparece Pierre-Auguste Rendir, absorto en la conversación con el escritor Émile Zola. Se trata de una visión fascinante del mundo del artista en aquel momento, de sus amigos y su entorno cotidiano. El cuadro muestra también el audaz modelado de las figuras que empleaba Bazille, y el inconfundible tratamiento del color que sería su sello distintivo.

     Aunque murió cuatro años antes que la primera exposición de los impresionistas, Bazille está estrechamente vinculado a ese movimiento, pues realizaba un tipo de pintura radicalmente nuevo que registraba sus observaciones de la vida diaria. El número de obras que produjo es reducido, pues perdió la vida en combate durante la guerra franco-prusiana cuando sólo contaba 29 años. Su muerte tuvo lugar poco después de que este cuadro fuera rechazado por el Salón oficial francés.
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     Las formas, amplias y masivas, se han aplicado de manera espectacular con pintura negra sobre el lienzo blanco. Estas formas pesadas y de movimientos lentos han dado lugar a numerosas interpretaciones diferentes - desde símbolos fálicos hasta notas musicales -, pero ninguna de ellas es plenamente convincente. La calidad del cuadro radica precisamente en su capacidad de sugerir tantas y tan variadas analogías. Tal como indica el título, se trata de una de las numerosas obras de la serie «Elegías», inspiradas en la guerra civil española, y se ha convertido en una de sus imágenes más célebres. 

     Motherwell, casado con la artista Frankenthaler, fue uno de los principales miembros del movimiento llamado expresionismo abstracto. Su estilo se caracteriza por la técnica espontánea y la atención a las cualidades formales por encima de las narrativas. Además de pintar, Motherwell realizó numerosos dibujos, grabados y collages de papel rasgado con toques de pintura.
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     La atmósfera de la escena parece brumosa y simplifica el volumen de las figuras generando una fusión entre el paisaje natural y los dos personajes. Sus caras quedan en sombra, mientras que la luz destaca los gestos y las actitudes, y consigue expresar un profundo sentimiento de recogimiento, un halo místico que realza la emoción de la obra. La línea de sus miradas se dirige a un objeto concreto, una cesta de patatas a los pies de la mujer. 

     En El Ángelus llama la atención la originalidad, trastornadora y sin precedentes, de la composición y de la situación. Jamás habían sido dispuestos, en pintura, en un espacio desértico, a la hora del crepúsculo, un hombre y una mujer de pie, inmóviles, verticales, el uno ante el otro, sin mediar palabra ni comunicarse con gesto alguno, ni con la mirada, ni tan siquiera que uno vaya al encuentro del otro. Es, posiblemente, el único cuadro del mundo que comporta la presencia inmóvil, el encuentro expectante de dos seres en un medio solitario, crepuscular y mortal, donde la vida se apaga en el horizonte y donde el sentimiento de extinción, en esa atmósfera brumosa, lo domina todo. 

     Cuando Millet pintó esta obra, se le preguntó sobre qué representaba, se limitó a recitar: Ángelus Domini nuntiávit Mariae et concépit de Spíritu Sancto. La primera palabra de esta plegaria da nombre a la oración Ángelus. Salvador Dalí, dirá de este cuadro: “la obra pictórica más íntimamente turbadora, más enigmática, más densa, la más rica en pensamientos inconscientes que jamás haya existido".

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     Las viñetas ampliadas de Lichtenstein producen un gran impacto con sus llamativos colores primarios y su estilo directo. Reproducen con fidelidad el dibujo original, pero a un tamaño muchísimo más grande, imitando la técnica de impresión con tramas de puntos que se emplea en los tebeos baratos y en los periódicos. Lichtenstein utiliza imágenes de historietas, y materiales y productos del entorno industrial, sacando las imágenes de su contexto con la intención de parodiarlas. 

     Al magnificar y simplificar estas imágenes, no pretendía hacer un comentario social sobre su contenido, sino hacer al público más consciente de la estética norteamericana de los años sesenta. Fue uno de los principales exponentes del pop art norteamericano, que utilizó como formas artísticas artefactos y productos de la vida cotidiana y los medios de comunicación de masas. Lichtenstein ha seguido utilizando imaginería popular en su obra. En 1993 tuvo lugar una exposición retrospectiva de su obra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. 

     Whaam! es una obra de arte en díptico que, a parte de ser icónica para el movimiento pop art, es una de las más importantes dentro del trabajo de Lichtenstein. Al ser esta obra un díptico, se pueden apreciar dos paneles. El panel de la izquierda muestra un avión de guerra que lanza un cohete, que si se observa el panel de la derecha, se puede ver cómo impacta a un segundo avión que arde en llamas. La mayoría de las obras de Lichtenstein fueron creadas a partir de cómics o historietas bélicas. 

     En particular, para esta obra, su fuente primaria fue la imagen que obtuvo de un cómic de guerra de 1962, la cual transformó y presentó en dos paneles alterando la relación de los elementos gráficos y narrativos. Whaam! es valorada por la armoniosa integración entre la temporalidad, la espacialidad y la psicología de sus dos paneles. El título, que se muestra como una onomatopeya, termina por darle a esta obra un sentido de impacto congruente con la acción que se observa en el panel derecho.

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     Poco después del divorcio entre Frida Kahlo y Diego Rivera, realizó la artista este autorretrato constituido por dos personalidades. Aquí meditó sobre la crisis matrimonial y la separación. La parte de su personalidad adorada y amada por Diego Rivera es la Frida mexicana con taje de Tehuana; la otra Frida, a la izquierda, está ataviada con un vestido más bien europeo. Los corazones de ambas están al desnudo y se mantienen unidos por medio de una única arteria. La parte europea de Frida Kahlo, despreciada, amenaza con desangrarse. 

     La pintora mexicana antes de su turbulento matrimonio con Rivera, había sido amante de León Trotsky. Y tal vez por sus inquietantes temas pictóricos, o por su delicada salud, se ha convertido en una especie de figura de culto: Aparte de las secuelas de un accidente de automóvil sufrido cuando tenía 15 años, que cercenaron sus esperanzas de estudiar medicina; a mediados de los años 40, padeció problemas en la columna vertebral y, postrada en cama, continuaba pintando con terribles dolores, hasta su muerte.

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     Johns no decidió representar la bandera de los Estados Unidos porque fuera especialmente nacionalista, sino porque pretendía pintar el motivo más banal y fácilmente reconocible que pudiera encontrar. ¿Cuál mejor que la bandera estrellada? La bandera de Johns no ondea gloriosa en un mástil, ni es ondeada por un soldado victorioso. Es plana, como lo sería una bandera de verdad si estuviera clavada en la pared. Johns no ha representado una bandera, sino que nos ha presentado una bandera. Pero no intenta hacernos creer que es real.

     La encáustica, una técnica que se empleaba básicamente en la Grecia clásica, da al cuadro una superficie gruesa, con apariencia de relieve. Johns ha superpuesto tres banderas de diferentes tamaños, una encima de otra, reforzando la imagen, casi como una luz intermitente, y creando un extraño efecto óptico. Junto con su compatriota, Robert Rauschenberg, Johns es considerado uno de los artistas más influyentes del pop art estadounidense.

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     Hopper dijo que apreciaba mucho este cuadro, inspirado en un restaurante situado en el cruce de dos calles de Greenwich Village. En una entrevista con Catherine Kuh manifestó que probablemente era su manera de ver la noche: “¿Solitaria y vacía?”, le preguntó Kuh. “No me parece especialmente solitaria. Simplifiqué mucho la escena y aumenté el tamaño del restaurante. Quizá inconscientemente, pinté la soledad de una gran ciudad”, respondió el artista. Pero lo que se evidencia de inmediato es el juego de los colores en la fría luz artificial que inunda el local. La obra, a pesar del gran número de interpretaciones que se pueden hacer de él, está marcadamente impregnada de ambigüedad. No es, desde luego, el “Salón de las ilusiones perdidas”, como rezaba un cartel que figuraba a Humphrey Bogart y a James Dean como parroquianos del local. 

     El tema es, más verosímilmente, la fascinación de la noche, cuya oscuridad es iluminada por el neón del bar, que proyecta su luz, a través de las grandes cristaleras, en el interior de las tiendas vecinas, cerradas. La ubicación del local en un ángulo permite la mirada ir del exterior al interior y luego de nuevo al exterior; la amplia cristalera abre la visión a su interior y nos deja ver toda la escena, “interpretada” por cuatro personajes: el barman que sirve a los tres últimos clientes, un hombre sentado de espaldas y una pareja encerrada en un aparente mutismo. 

     Charles Burchfield declaró que “la posteridad aprenderá más sobre nuestra vida gracias a la obra de Hopper que a todos los análisis sociológicos, los comentarios políticos o los groseros titulares del periódico de hoy. Mirad Noctámbulos, con es evocación de la vasta soledad de la ciudad tal como se muestra a los últimos rezagados… Estos cuadros son un comentario increíblemente penetrante de nuestra vida”.
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     Paul Gauguin describió su atrevido empleo del color en este cuadro como una deliberada búsqueda de la armonía. Forma parte de las series tahitianas, muchas de las cuales dan la impresión de haber sido pintadas de noche, a la luz de la luna. Gauguin personificó el deseo de los años coincidentes con el cambio de siglo de regresar a una idea romántica de vida primitiva. Dejando a su familia y a una brillante carrera profesional, se fue a vivir a Tahití. En su libro Noa Noa, en el que habla de su vida en la Polinesia, escribió: «He huido de todo lo artificial y convencional. Aquí penetro con la verdad, soy uno con la naturaleza». En Tahití intentó captar la inmediatez impulsiva e instintiva del arte primitivo.

     Gauguin fue uno de los primeros pintores que utilizó el color con fines puramente decorativos o emocionales. Esto, unido a su estilo simplificado y no naturalista le ha convertido en uno de los más importantes artífices del arte moderno.

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     Mencionado desde 1915 en la correspondencia entre Apollinaire y Guillaume y entre éste y Chirico, fue comprado por Paul Guillaume, que lo regaló después a Apollinaire. Se hizo célebre en tiempos relativamente recientes; es uno de los más conocidos de Chirico y fue de los más amados por los surrealistas; lo consideraban como un testimonio de las facultades de videncia del artista, pues habría prefigurado en él la herida en la cabeza que recibió en la guerra poco después de la fecha del cuadro.

     Del fondo sale el perfil negro del poeta con un círculo dibujado a la altura de la frente, como las dianas del tiro al blanco, cuyo centro corresponde a
la sien: el punto exacto en el que Apollinaire, el 17 de marzo de 1916, fue alcanzado por una esquirla de granada. De las perspectivas múltiples del cuadro surge una especie de bambalina blanca sobre la cual están trazados los contornos de un pez y de una concha. En primer plano, un busto de mármol o yeso vagamente andrógino, cruce entre un Apolo y la Venus de Milo, lleva unas misteriosas gafas negras como las de los ciegos. Se trataría de una metáfora del poeta como vidente, privado de vista como Homero pero solo él capaz de percibir la luz cegadora de la poesía.

     Apollinaire tenía mucho apego a este cuadro; en una carta del 15 de mayo de 1915 al galerista Guillaume dice: “Hubiera preferido que el hombre diana
estuviese en mi casa, porque además de ser una obra de arte profunda y singular tiene también un buen parecido como retrato; una sombra o más bien una silueta, como se hacía a comienzos del siglo XIX” 

     Del cuadro se hizo una xilografía realizada por Pierre Roy, estampada en pocos ejemplares y destinada a ilustrar una recopilación de poesías de Apollinaire de 1914, Et moi aussi, je suis peintre, que luego quedó inédita.

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     Salvo para un puñado de colegas y coleccionistas, la obra de Cézanne pasó prácticamente inadvertida durante gran parte de su vida; pero a poco de su muerte se le reconoció como un verdadero coloso cuya obra estaba llamada a cumplir un papel decisivo en la historia del arte. Cézanne es al arte moderno lo que Giotto al Renacimiento. En toda su obra dejó constancia de que había otra manera de ver y de plasmar en el lienzo su percepción del mundo, orillando las convenciones establecidas por el Renacimiento. Sus temas son, de hecho, de lo más tradicional: paisajes, desnudos, retratos o un bodegón
improvisado en cualquier rincón de su estudio.

     Y es que Cézanne, más que aplicar las técnicas que se enseñaban en las escuelas de arte (y que él nunca logró dominar), se impuso la disciplina de copiar tan sólo lo que veía, como demuestra fehacientemente esta célebre naturaleza muerta, pintada hacia el final de su vida. Pero la suya no fue tan sólo una mirada fría y objetiva: los objetos de sus humildes bodegones están contemplados con pasión, y el artista procura vestir su cuadro de la máxima belleza, aun cuando ésta se aleje de las convenciones al uso.

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     El famoso cuadro de Botticelli fue revolucionario en su época, por ser la primera pintura renacentista a gran escala del tema exclusivamente mitológico. La admiración por la antigüedad grecorromana fue un rasgo definitorio del Renacimiento, compartido por muchos artistas, eruditos, cortesanos, marchantes y coleccionistas. La familia Medici fue un ejemplo culminante de mecenazgo artístico.

     El nacimiento de Venus, que plasma uno de los más pintorescos mitos clásicos, nos transporta a mundo de ensueño y poesía. Venus, en el centro, está flanqueada por Céfiro, viento del Oeste, y la Hora. Las alargadas figuras parecen suspendidas sobre un fondo plano, como recortes de papel. La Venus de Botticelli representa un ideal de belleza clásica muy admirado en el comienzo del Renacimiento, sobre todo en los círculos florentinos. Pero Botticelli suaviza la severidad de esta imagen rodeando a Venus de cabellos largos y flotantes.
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     Tres mujeres romanas contemplan el regreso de las galeras desde una esquina o «posición ventajosa». Esta encantadora obra transmite una sensación de altura y de cálida luz solar. El tejido de los vestidos de las mujeres, la cornisa de mármol y el animal de bronce están representados con gran detalle. En el tratamiento de las mujeres y del mar en la lejanía, el artista muestra su gran dominio de una perspectiva complicada. 

     Holandés de nacimiento, Alma-Tadema se trasladó a Inglaterra en 1870, donde conoció el éxito como pintor y fue colmado de honores personales y profesionales en vida. La sociedad victoriana apreciaba sus retratos neoclásicos de la vida romana, griega y egipcia de la Antigüedad, que también demostraban los conocimientos arqueológicos y de historia social que poseía el artista. Alma-Tadema recibió en varias ocasiones el encargo de diseñar decorados a la producción de Coriolano por Henry Irving en el Lyceum Theatre de Londres en 1901.
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     La escena refleja un milagro acontecido a San Bruno, fundador de los cartujos, y a los seis primeros monjes de la Orden, quienes comían gracias a la generosidad de San Hugo, obispo de Grenoble. Un domingo les envió carne, alimento al que no estaban acostumbrados, lo que provocó una discusión sobre la conveniencia de practicar la abstinencia. Mientras discutían quedaron sumidos en un profundo sueño que duró toda la Cuaresma. El miércoles Santo, San Hugo, que había estado ausente, fue a verlos y los sorprendió despertándose, comprobando que no tenían noción del tiempo transcurrido. Entonces miró a los platos y vio que la carne se convertía en ceniza, interpretándolo como aprobación divina de la abstinencia. 

     El cuadro está compuesto con líneas rectas que se cruzan; los siete cartujos se disponen detrás de la mesa (dos de ellos quedan recortado en el margen como si de un encuadre fotográfico se tratase) marcando las líneas verticales junto con el criado del obispo y el propio San Hugo, que ya anciano se encorva y debe sostenerse con un bastón. Las mesas del refectorio dispuestas en L marcan las líneas horizontales. El artista ha dispuesto en último plano la presencia de un cuadro en donde se aprecia a la Virgen y el Niño acompañados de San Juan Bautista; este recurso de un cuadro dentro de otro será muy popular en el barroco. Zurbarán presta en este lienzo tanta atención a los detalles que la mesa sobre la que se disponían a comer los monjes se ha convertido en un auténtico bodegón. Así se aprecia la calidad táctil de los materiales en las vasijas de barro de los cartujos y en el mantel de lino blanco que contrasta con el blanco de los hábitos de los monjes mostrando el pintor una singular pericia del dominio del colorido (se dice que llega a manejar hasta 100 tonos diferentes). La luz es clara y brillante y se difunde de manera homogénea por toda la composición.

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     Este hermoso y desinhibido retrato de Joanna Hiffernan, la amante de Whistler, es un ejercicio de combinación de tonalidades blancas. La composición asimétrica, con la figura descentrada y cortada, y la iluminación directa que reduce este cuadro a un diseño en color, revelan el interés de Whistler por el arte japonés. Esta influencia, muy acusada a partir de 1860, cuando el arte japonés empezó a difundirse en Europa, se advierte también en la descripción del paipay, el jarrón de porcelana sobre la repisa y las flores de cerezo.

     La técnica de siluetear una figura contra un fondo casi vació era habitual en Whistler. Como reacción contra el predominio del tema en la pintura victoriana, Whistler hizo resaltar el carácter estético de su obra llamando a sus cuadros «nocturno» o «sinfonías». La creciente fama de Whistler como excéntrico divertido coincidió con su declive como pintor.

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     Giovanni Arnolfini, comerciante italiano residente en Bruselas, toma de la mano a Giovanna Cenami, la joven desposada, hija de un rico banquero florentino. El perrito, los chanclos en el suelo, la fruta en el alféizar de la ventana, la solitaria vela, el rosario colgado de un clavo, las tablas del suelo y la alfombra han sido pintados con precisión de orfebre. Es probable que Van Eyck recibiese el encargo de pintar el cuadro para inmortalizar el momento del feliz enlace, y, como testigo de una ceremonia nupcial, escribió Johannes de eyck fuit hic («Jan van Eyck estuvo aquí») en la pared del fondo. 

     En el espejo que hay debajo de la inscripción se ve a la pareja de espaldas, mientras otras personas, una de ellas posiblemente el pintor, presencian la escena. La superficie lisa del cuadro, de textura semejante al esmalte, se consiguió mediante la aplicación de numerosas capas de pigmento mezclado con aceite de linaza, sobre las que después se dio una capa de barniz. Por emplear esta técnica, se atribuye tradicionalmente a Jan van Eyck y a su hermano Hubert la «invención» de la pintura al óleo. El estilo de los hermanos van Eyck fue muy imitado, pero no superado.
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     El cuadro no da ningún indicio del tema que hace soñar despierta a esta hermosa mujer; sin embargo su ensueño es tan absorbente que le ha hecho olvidar el libro y la flor. Los numerosos matices de verde que la rodean — en los pliegues del vestido y en las hojas de las ramas que la enmarcan — acentúan la sensualidad general del cuadro. Como otras obras de Rossetti ésta nos presenta una visión idealizada de la mujer. 

     Rossetti fue cofundador de la cofradía prerrafaelista, que se planteó como objetivo recuperar la sencillez de los pintores anteriores a Rafael (la estrella del Renacimiento italiano), como reacción contra los artistas victorianos de la época. En esta obra se aprecian ciertas técnicas características de los prerrafaelistas, como el empleo de amplias zonas de color luminoso, la meticulosa atención a los detalles y el estudio de exteriores. Rossetti también escribió poesías, con temas similares a los de los cuadros.
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     Magritte parece llevar la contraria a la realidad, poniendo títulos sin sentido a cosas que no necesitan título, al mismo tiempo que niegan que sean lo que evidentemente son. Al escribir «Esto no es una pipa» bajo el dibujo de una pipa, está advirtiendo que no debe confundir la imagen de un objeto con el objeto tangible y real. Esta es una de las imágenes más famosas de Magritte; en ella pone en cuestión los conceptos de definición y representación. Las cosas no son lo que parecen, nos está diciendo.  Así pues, el cuadro representa un desafío al orden establecido y un ataque a la manera habitual de ver y pensar.

     En un principio, Magritte pintaba influido por Giorgio de Chirico. Sus obras surrealistas solían incluir imágenes fantásticas, inquietantes y oníricas, como un tren de vapor saliendo de una chimenea, o un cielo en el que las nubes se han transformado en barras de pan. Nació en Bélgica y comenzó su carrera como artista comercial, lo cual se nota en la claridad y definición de su obra.
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         La Mona Lisa es famosa en todo el mundo por su enigmática sonrisa y por ser uno de los escasos cuadros de los más prestigiosos maestros del Renacimiento, Leonardo da Vinci. La identidad de la modelo sigue siendo un misterio, incluso se ha debatido si se trata de un hombre o una mujer, pero el cuadro mismo, con su paisaje encantado, está por encima de toda controversia en cuanto a calidad de ejecución.



     La composición es la tradicional de los cuadros del Renacimiento, y su belleza radica en la técnica de pintura al óleo (denominada sfumato), creada por Leonardo. El sfumato permitía crear sombras sutiles y etéreas, que eran imposibles de conseguir con la pintura al temple de huevo empleada por los artistas de la época. Leonardo, que también destacó en los campos de la anatomía, la ingeniería, la ciencia y la aeronáutica, pintó muy pocos cuadros a lo largo de su vida. Afortunadamente se han conservado numerosos dibujos y bocetos que dan testimonio de los múltiples talentos de este genio.

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     Expuesto en la Kunstschau de 1908, donde Klimt obtiene un doble reconocimiento público: El Retrato de Emilie Flögel fue adquirido por la ciudad de Viena y El beso, considerada como la mejor obra de la muestra, fue comprado por el Estado austríaco para la Galería de Arte Moderno. El artista era así elogiado de nuevo, después de tantas polémicas. La obra no podía dejar de hallar favor entre los espectadores por la celebración apasionada, pero al mismo tiempo delicada, del tema amoroso y por el estilo florido, que ofrecía, según Hevesi, una imagen festiva del mundo.

    

     Una franja de prado florido ofrece un agarre visual, mientras que el resto del fondo está realizado, en una técnica que Klimt usa también en el contemporáneo retrato de Adele Bloch-Bauer, como un cielo salpicado de lentejuelas doradas. El oro es de nuevo el color dominante, elegido para la hiedra que cae sobre las pantorrillas de la mujer, para los trajes y para la campana protectora que envuelve a los amantes.

    

     Las manos asumen, como siempre, una evidencia especial y los gestos contribuyen a construir la atmósfera de dicha de la obra, despojada de connotaciones sensuales para insistir más bien en la felicidad y la ternura del beso.
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     El arte de Julio Romero de Torres, llegó a su total plenitud, con esta obra de 1929-1930.



     La escena de este lienzo, se desenvuelve en el interior de una humilde habitación, donde una joven sentada en una silla de eneas, se adelanta sobre un brasero de cobre, sosteniendo en sus manos una badila de metal. Viste una falda marrón remangada por encima de sus rodillas, luciendo así sus piernas envueltas por unas medias de seda y sujetas por unas ligas color naranja. Viste también, una blusa clara que deja su hombro izquierdo desnudo, y que se abre dejando ver el nacimiento de los senos. La postura de esta joven morena con las piernas ligeramente abiertas es despreocupada y provocativa. Su rostro ovalado enmarca una cara ingenua en la que destacan unos profundos ojos negros, una nariz fina y una pequeña boca. Su pelo negro recogido con raya a un lado contrasta con su piel luminosa dorada. Una puerta abierta, deja ver al fondo, el paseo de la Ribera, el Río Guadalquivir, el Puente Romano y la Calahorra, todo bajo un cielo de anochecer. Sus acostumbrados fondos de luminosos atardeceres, se vuelven aquí oscuro anochecer, presagiando quizá que la vida del maestro que se apagaba.


     “La Chiquita Piconera” es el auténtico testamento pictórico de Julio Romero de Torres. En este cuadro sintetiza toda su concepción de la pintura y del arte. Es una obra “resumen y compendio” de toda su trayectoria vital y artística. En este cuadro, hay algo de “mensaje” de lo que Romero de Torres entendía que era la pintura y de lo que quería expresar con ella. En un sentido amplio, es este cuadro “expresionista”, en el que nos transmite, con su peculiar lenguaje, algo más que el placer de contemplar un bellísimo y original
retrato, es decir, añade a su concepción artística, el deseo “inconfesado” de expresarnos su concepción de la vida, en un retrato lleno de madurez, hondura y sosiego.


     Lienzo de técnica casi fotográfica en el tratamiento de los planos, donde la modelo mira penetrante, no al infinito como en la pintura clásica, sino de una forma directa y próxima, donde se encuentran todos los elementos fundamentales que definen la pintura de Romero de Torres: Córdoba envuelta en brumas, siempre distante y próxima; la belleza como ideal, reflejada en la mujer; la mezcla de ardor y frialdad; de dulzura
y desencanto, de arcaísmo y modernidad; de nostalgia y presencia.
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     Los dos personajes que posan tan seguros de su importancia son Jean de Dinteville, embajador francés ante Inglaterra, y su amigo Georges de Selve, obispo de Lavaur. Ambos diplomáticos tenían la delicada misión de proteger los intereses de su país y evitar la ruptura de Inglaterra con el papado. La refinada colección de instrumentos musicales, astronómicos y científicos simboliza su saber y su autoridad. El reloj de sol sitúa la escena exactamente a las diez y media de la mañana del 11 de abril. Holbein indica que, sin embargo, toda esta magnificencia y arrogancia deben terminar en la tumba, contrastando la espléndida riqueza de los personajes con símbolos de la muerte: la cuerda rota del laúd y la calavera distorsionada (anamórfosis) que se encuentra ante ellos y que sólo puede verse si se contempla  el cuadro desde unos dos metros a la derecha, a ras de los ojos de los embajadores.

     Holbein era el mejor pintor de retratos de su época, y fue nombrado pintor oficial de la corte inglesa. Sus retratos de Enrique VIII, sus esposas y ministros ilustran la magistral técnica de Holbein y su talento para exteriorizar el carácter de sus modelos. Holbein murió en Londres a causa de la peste.

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      El señor y la señora Andrews posan después de una tarde de caza de él. A la derecha, sus propiedades se extienden hasta donde alcanza la vista. Es posible que Gainsborough también pretendiese incluir en la composición un faisán abatido por este elegante caballero inglés, pero no terminó el cuadro. El vestido de raso de la señora Andrews, de bella factura, está inacabado: en el regazo puede verse el esbozo de un ave. Robert Andrews y Frances Carter se casaron en Sudbury, en noviembre de 1748, y se cree que este retrato está pintado para conmemorar el acontecimiento. Se trata de un cuadro netamente inglés; por el paisaje, la pose y los rostros, y el carácter práctico y un tanto forzado de la pintura no podría ser de otro lugar.

      Casi todos los países europeos han producido escuelas pictóricas con rasgos distintivos que reflejan la esencia del país y su tradición sociocultural. En Inglaterra no hubo escuela autóctona hasta el siglo XVIII. Gainsborough contribuyó a establecer el inconfundible estilo del retrato inglés, de cuya tradición este cuadro es un hito temprano. Aunque era retratista de oficio, su verdadera pasión era pintar la campiña inglesa, motivo cuyo relevo tomó su compatriota Constable.


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     Esta pintura de David es un canto al arte, a la vida y a la moralidad de la antigua Roma. La República romana está en guerra, y la disputa será dirimida por el combate a muerte entre tres hermanos romanos (los Horacios) y tres hermanos enemigos (los Curiáceos). David retrató el momento en que los Horacios juran ante el padre su lealtad al Estado y su disposición a morir por defenderlo. Pero la historia presenta un difícil dilema moral, pues uno de los Horacios está casado con una de las hermanas de los Curiáceos, y una hermana de los Horacios está prometida con uno de los Curiáceos. El sacrificio y la lealtad a la República prevalecerán sobre sentimientos y lazos familiares.

      David tenía 37 años cuando pintó su obra maestra, un tour de force técnico que recibió el parejo aplauso de público y crítica. Con este cuadro, David pretendió hacer propaganda; pero ni él mismo podía predecir hasta qué punto logró su objetivo. Cuando se pintó, a la monarquía francesa le quedaban sólo cuatro años de vida. En 1789, la Revolución Francesa, que David apoyaba, instauró un nuevo orden político: la República, inspirada por los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Heroica, imperiosa y de ejecución impecable, esta pintura encarna el nuevo sueño político a la par que el nuevo clasicismo. Por ironías del destino, Luis XVI, que encargó el cuadro, fue guillotinado en 1792.


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     El Dux se dispone a embarcar en el suntuoso barco oficial, el Bucintoro, para celebrar el simbólico matrimonio de Venecia con el mar, uno de los grandes acontecimientos del calendario veneciano. Todos los años, el día de la Ascensión, el Dux arroja un anillo al mar Adriático. El suceso brindaba al artista una extraordinaria oportunidad para mostrar la pompa y el esplendor de las fiestas de su ciudad natal.

     Canaletto fue el paisajista más destacado de su época, y sus obras fueron muy apreciadas, especialmente por la nobleza inglesa. Los canales y palacios de Venecia, pintados con gran riqueza de detalles gracias a la extraordinaria capacidad de observación de Canaletto, continúan evocando, aún en nuestros días, una visión romántica de esta bella ciudad. Canaletto viajó a Inglaterra en 1746, y durante su estancia en ese país pintó algunos paisajes, entre ellos el castillo de Warwick, Eton Collage y Whitehall.

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     Esta aterradora imagen, basada en el célebre retrato de Velázquez, representa la expresión atormentada de un papa salpicado de sangre, prisionero en una construcción tubular que parece un trono desguarnecido. El fondo, pintado con espectaculares pinceladas verticales, desdibuja con crueldad la figura sentada que grita indefensa, con los puños cerrados.

     Aunque las fuentes y los motivos de Bacon se basaban a menudo en imágenes reales o tradicionales – obras de los viejos maestros, fotografías de prensa, fotogramas o placas de rayos X, por ejemplo -, su tratamiento es de una perversidad asombrosa. Como en esta obra, resaltaba las profundidades desagradables, y a veces las repugnantes, de la psique humana con una intensidad espeluznante. 

     Aunque sus primeras obras han sido comparadas con las de Graham Sutherland, Bacon evolucionó hasta desarrollar un lenguaje propio, y siguió siendo más conocido por sus distorsiones, a menudo horrendas, de la forma humana.

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     Cuatro cuadrados de tonos rojos se superponen. A pesar de la rigidez del formato, flotan libremente, creando una ilusión óptica de otra dimensión. Cada superficie ha sido pintada de un solo color. La pintura se ha aplicado con espátula, directamente del tubo. 

     La serie de pinturas más famosas de Albers, a la que pertenece esta obra, presenta cuadrados creados a partir del color puro. La ilusión óptica creada en este cuadro permite relacionarlo con el movimiento del op-art. Pero la manera de aplicar la pintura y el uso del color lo vinculan con los movimientos de la abstracción pos-pictórica.

     Albers estudió en la famosa escuela de la Bauhaus entre 1920 y 1923, y en 1923 se incorporó al profesorado. Holandés de nacimiento, Albers se trasladó en 1933 a los EE UU, donde impartió clases a muchos artistas consagrados en el Black Mountain College y en la Universidad de Yale. En 1963 se publicó su influyente libro La interacción del color, en el cual explora la percepción del color, que fue un motivo dominante durante toda su vida.

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     El rostro de Marilyn Monroe se nos presenta transformado en una impenetrable máscara de colores luminosos. Esta obra, presentada en diez combinaciones de colores diferentes gracias a la técnica impersonal de la serigrafía, ofrece una imagen verdaderamente sensacional de la bella actriz.

     Probablemente, es el más famoso de los temas de Warhol, que con esta reproducción de una fotografía publicitaria pretendía demostrar el poderío universal del personaje más trágico de Hollywood. Este retrato de Marilyn como un producto de la cultura de masas empaquetada para el público como si se tratara de un artículo de consumo, es un ejemplo perfecto del movimiento Pop Art norteamericano. 

     Warhol pintor, diseñador gráfico y cineasta,fue una figura de culto durante los años sesenta, pero siempre se mantuvo muy reservado. Solía decir: «Si quieren saberlo todo de mí, miren la superficie de mis cuadros. Allí está todo, no hay nada más.»
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     Este retablo es una obra maestra de la pintura flamenca. Los artistas noreuropeos imprimieron a sus trabajos una intensidad expresiva y un minuciosos detallismo que los distingue, en carácter  y apariencia, de sus equivalentes italianos. Esta obra es el panel central de un tríptico; los laterales, por desagracia, se han perdido. 

     En tiempos de Van der Weyden, muchos retablos se hacían con tallas de madera colocadas en huecos poco profundos semejantes a cajas. El artista parece aceptar esta convención, pero gracias a la nueva técnica de la pintura al óleo las figura cobran vida: La actitud desconsolada de las figuras hace de este cuadro uno de los más conmovedores de la historia del arte y una de las obras maestras de la pintura del siglo XV. Detalles como las lágrimas que resbalan por la nariz de María Magdalena y la manera en que se estira la tela de su vestido al crispar ella las manos en un gran gesto de dolor demuestra que Van der Weyden era un agudo observador de la vida. 

     Sin embargo, la composición general, con las figuras apiñadas en primer plano, como si estuvieran en un escenario poco profundo, parece más propia de un retablo de navidad que de una descripción verídica de un hecho real. Las primeras obras del artista mostraban influencias de Jan van Eyck y Robert Campin. Tuvo mucho éxito durante su vida y siguió ejerciendo una enorme influencia después de morir, no sólo en el norte de Europa, sino en todo el continente.
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     Esta es una de las tres tablas que conmemoran la victoria de Florencia sobre Siena en la batalla de San Romano (1432), y que en otro tiempo estuvieron colgadas en el gran salón del palacio de los Médicis en Florencia. La imagen muestra al jefe de las tropas florentinas, Niccolò da Tolentino, montando en un caballo blanco. Uccello estaba obsesionado por la descripción del espacio y  experimentaba constantemente con la perspectiva y los escorzos, tal como se aprecia en el cadáver con armadura y las lanzas rotas caídas en el suelo, que coinciden con las líneas de fuga de la perspectiva del cuadro.

       No obstante, donde más se manifiesta el genio de Uccello es en la profusión de detalles y formas curiosas, y también en el imaginativo y fantástico fondo. Uccello fue uno de los artesanos más hábiles y con más talento de su época, destacando en los campo de la pintura, la decoración, el mosaico y la marquetería.
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     La obra, expuesta en la Royal Academy en 1812, representa quizá el momento de mayor originalidad de la producción de Turner antes de los viajes a Italia. Acompañada de unos versos extraídos de Las falacias de la esperanza, poema inconcluso escrito por el artista, tuvo dos fuentes probables de inspiración, una literaria, la novela de Ann Radcliffe, “Los misterios de Adolfo”, publicada en 1794, y otra figurativa, un cuadro – hoy perdido – de John Roberts Cozens que había circulado por el mercado londinense en 1802, y mostraba a Aníbal y a su ejército ante la llanura. 

     Además de estas dos fuentes, la crítica suele distinguir algunas experiencias personales del artista en el origen de unas asociaciones visuales capaces de motivar la creación de la obra. En este caso se trataría de una tormenta en Yorkshire, a la cual habría asistido Turner extasiado en 1810, mientras estaba hospedado en casa de Walter Fawkes, y de la que tomó velozmente algunos apuntes y notas en el reverso de una carta. El asunto, especialmente amado por la cultura romántica, no está desprovisto de cuestiones ligadas a los acontecimientos históricos y a la guerra entre Francia e Inglaterra. 

     Turner, por otra parte, durante su estancia parisiense de 1802, había visitado el estudio de David y seguramente habría visto Napoleón en el paso del Gran San Bernardo, donde Bonaparte aparece como un moderno Aníbal. El lienzo está totalmente ocupado por la violencia del fenómeno atmosférico, que abruma el tema histórico, casi accesorio con respecto a la terrible magnificencia de la naturaleza.

     El cuadro, parte del legado de Turner de 1856, ingresó en 1910 en la Tate Gallery, donde permanece.

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     El Moulin Rouge, famoso cabaret de Montmartre, todavía existe. A finales del siglo XIX era un local muy concurrido al que acudían caballeros de la clase media acompañados por mujeres de dudosa reputación, para bailar y contemplar los espectáculos. Toulouse-Lautrec, que en la actualidad es uno de los pintores franceses del siglo XIX más conocidos, solía pasar noches enteras en el Moulin Rouge, bebiendo y dibujando a los artistas de variedades y a los miembros de la realeza que se aventuraban en este mundo oscuro y algo sórdido. El estilo rápido y lo aparente de las pinceladas indican que el artista pintó esta obra en el mismo cabaret. 

     Toulouse-Lautrec era un aristócrata que quedó gravemente incapacitado siendo niño; la deformidad le hizo sentirse siempre aislado de la sociedad, prefiriendo la compañía de personajes marginales y rodeándose de actrices, cómicos, bailarines y prostitutas, que se convirtieron en modelos de sus obras.
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     Este cuadro de Ticiano forma parte de una soberbia serie mitológica que le encargó Alfonso d’Este, duque de Ferrara, para decorar una cámara de alabastro en su casa de campo. La obra muestra el momento electrizante en que Ariadna, hija del rey Minos de Creta, encuentra a Baco, dios del vino, y ambos reciben el flechazo del amor. Baco arrojó la diadema de Ariadna al cielo, donde se convirtió en una constelación (arriba a la izquierda); después se casó con ella, que alcanzó así la inmortalidad. 

     Ticiano fue famoso por su habilidad parta dotar a sus cuadros de intensa energía psicológica, como la que impregna esta obra. Fue el maestro renacentista del color, y la rica y brillante paleta de esta pintura refleja la pasión del asunto tratado.
 
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     Seurat ha pintado una típica escena dominical en la Grande Jatte, isla del río Sena, al noroeste de París, muy concurrida por los parisienses de la época. El artista reconcilia en esta obra valores en potencial conflicto al combinar las innovaciones científicas con las cualidades intemporales de las obras maestras del arte antiguo. 

     Antes de iniciar esta cuidadosa composición en el estudio, Seurat se pasó seis meses acudiendo al lugar todos los días para realizar dibujos preliminares del paisaje y esbozar figuras, como la de la mujer elegante con polisón y las de la madre y la niña. Tardó dos años en terminar esta pintura monumental, obra de asombrosa madurez para un joven de apenas 30 años. Cuando en 1886 el cuadro se expuso por primera vez en la última exposición impresionista, casi todos los artistas y críticos lo acogieron con gran indignación, rechazando enérgicamente la revolucionaria técnica de Seurat, conocida como «puntillismo». La superficie del cuadro está descompuesta y el color se ha aplicado al lienzo en formas de puntitos de color puro. Mirándolo a cierta distancia, los puntos parecen fundirse, creando un hipnótico efecto de color nebuloso y vibrante.
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           Este cuadro formaba parte de la colección particular del artista. Las tres Gracias, que simbolizan el amor, la alegría y la fiesta, están pintadas con extrema delicadeza. Los cuerpos mórbidos y opulentos, de piel nacarada, se disponen en un corro de flotante sensualidad; las guirnaldas y las telas, amén del paisaje del fondo, completan la armónica escena.

     Culto y carismático, el flamenco Rubens fue el pintor más influyente del periodo barroco. Vivió en Italia entre 1600 y 1608, y al año siguiente fue nombrado pintor de corte del archiduque Alberto de Austria, que le encargó numerosos cuadros y misiones diplomáticas. En 1629 Carlos I de Inglaterra lo nombró caballero. Rubens salvó como nadie la brecha artística entre la Europa del norte y la del sur.
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     Hombres con chistera o con sombrero de paja y mujeres con elegantes vestidos charlan, beben y bailan bajo las luces de esta famosa sala de baile de París. A Renoir le encantaba este tema y lo pintó numerosas veces, reproduciendo los patrones creados por la luz al caer sobre las figuras que se mueven en la pista. Muchos de los amigos de Renoir sirvieron como modelos para estos cuadros. A media distancia se ve una pareja formada por su modelo favorita, Marguerite Legrand, y el pintor español Pedro Solares y Cárdenas. 

     Como todos los impresionistas, Renoir pintaba del natural, sentado en el mismo salón; sus amigos le ayudaban a llevar y traer los lienzos del salón al estudio. Cuando pintó este cuadro, Renoir pasaba mucho tiempo con Claude Monet pintando al aire libre y tratando de captar los efectos fugaces de la luz en el paisaje. Pintó más de 6.000 cuadros con su «paleta arco iris».

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     Un grupo de hombres, jóvenes y viejos, se reúnen en un amplio vestíbulo. Cinco figuras se inclinan sobre un compás y una pizarra para estudiar cuestiones de geometría, mientras otros sostienen un globo terráqueo y una esfera celeste discuten de astronomía. Estos bulliciosos grupos van debatiendo una por una las siete artes liberales. Las dos figuras centrales, que caminan hacia nosotros con gran seguridad, infundiendo una sensación de calma que parece irreal, son Platón y Aristóteles, los dos más grandes filósofos de la Antigüedad. 

     En octubre de 1508, el papa Julio II encargó a un grupo de artistas la redecoración de sus aposentos privados. Rafael tardó unos tres años en terminar La escuela de Atenas y otros frescos de la Sala de Firmas (Stanza della Segnatura). Más joven que Leonardo y que Miguel Ángel, Rafael forma con ellos un terceto que representa la cumbre más alta del arte renacentista. Fue un hombre prolífico y ambicioso: arquitecto, pintor, diseñador, escultor y uno de los mejores dibujantes de la historia del arte occidental.  

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        La escena está inmersa en una luz zenital, en la hora más abstracta y más intelectual, el mediodía, cuando los cuerpos pierden sus sombras, casi el contacto con la tierra, su corporeidad. Considerando los precedentes de la tradición, Fra  Angélico y Masolino, destaca la perturbadora modernidad de Piero. Monumental, sólida y sin embargo suspendida en un encanto de gestos y de equilibrios. Cristo, la paloma blanca y la mano del Bautista forman un eje central entre el árbol y san Juan. 

     A la izquierda, las tres figuras equilibran el grupo de hombres y el bañista de la derecha. El bautismo es el sacramento del renacer, de la purificación, celebrada en el cuadro por una naturaleza primaveral, tersa en el cielo y en la limpidez del arroyo: se celebra la pureza de un paisaje sereno en cuyo fondo vemos el propio Borgo San Sepulcro. Cristo y el Bautista están en tierra seca, en una variante iconográfica de la tradición que imponía las figuras del primer plano sumergidas en el agua hasta las rodillas y las del segundo arrodilladas. El gesto del Bautista es elegante y a un tiempo respetuoso. 

     Son diversas las interpretaciones de las figuras a la derecha de Cristo. Los historiadores se inclinan a identificar la figura central con la Concordia y el ángel que lleva el ramo de olivo en la cabeza con la Paz (Maetzke). Otros proponen la alegoría de las tres virtudes teologales (Salmi) o el tema de las Tres Gracias. Al margen de los elementos que no permiten una identificación segura, queda la plasticidad de Cristo, clásico volumen de mármol, los ojos bajos contemplando su propio destino, una masa de luz que construye y lleva a las últimas consecuencias la preocupación por la claridad del maestro Domenico Veneziano. Y detrás de las bambalinas de miradas que nunca se cruzan están las figuras vestidas al estilo oriental, una de las cuales señala en el cielo un misterio de luz que nos oculta el árbol, para tornar sobrenatural un humanísimo y naturalísimo paisaje toscano.  

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        “Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve; me apoyé en el parapeto, presa de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fiordo negroazulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un inmenso grito interminable atravesaba la naturaleza”.
     
     Munch relata al menos en cuatro pasajes de sus diarios, con ligeras variantes, el origen de uno de los cuadros más célebres de la época moderna. Es la imagen que mejor que ninguna otra condensa, con una fuerza visual inaudita, el sentimiento de la irremediable pérdida de armonía entre el hombre y el cosmos, llevando esta conciencia hasta un punto sin retorno. No sólo las distintas versiones de la obra traducen de manera casi literal la visión de Munch: “El fiordo negroazulado”, las “lenguas de fuego… rojo sangre”, los dos amigos que continúan el paseo sin darse cuenta de nada, abandonando al pintor al miedo: todo resto de realismo es completamente eliminado, la naturaleza y los colores existen en función de la percepción interior, todas las cosas devienen espejo del alma. Todo alude a la pérdida de equilibrio, desde las líneas que ondulan peligrosamente y casi son absorbidas por un torbellino hacia el puente, que parece resbalar hacia el espectador. 

     La representación se torna emblema del dolor universal. La criatura que se vuelve en primer plano, desorbita los ojos y se tapa los oídos con las manos para no oír un grito que es al mismo tiempo suyo y del mundo circundante. No es uno de los autorretratos del artista, sino la imagen de todo ser humano, sin sexo, sin raza, sin edad, reducido a los rasgos mínimos, hasta el punto de que el propio cuerpo ondula. La fuerza de la visión es aumentada por la decisión de que el encuadre sea cortado por el margen inferior del soporte, anulando así toda mediación entre el mundo pintado y el real.  
  
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      Realizado entre el verano de 1909 y el principio del de 1912, el lienzo, en apariencia sencillo, representa el saludo matinal del artista en pijama a su mujer. La actitud hierática y severa de ambas figuras, la relación espacial entre interior y exterior, creada por la ventana abierta al jardín, y la atmósfera tranquila acentuada por el color azul intenso, han dado lugar a diversas interpretaciones, que hacen del cuadro uno de los más enigmáticos de Matisse. Schuckin, en una carta al pintor el 22 de agosto de 1912, le manifiesta la intención de comprar la obra, que considera “un esmalte bizantino, tan rico y profundo es su color”. 

     Más o menos en la misma época, el crítico inglés Roger Fry, que había obtenido de Matisse permiso para exponer en Londres el cuadro (ya adquirido por Schuckin en enero de 1913 en 10.000 francos), en la segunda muestra postimpresionista de las galerías Grafton, lo compara por su equilibrio “plácido y monumental” con “una antigua escultura asiria”. Otras interpretaciones descubren afinidades con las Anunciaciones italianas del siglo XIV, de Giotto (y en especial de Simone Martín), que el artista tuvo la ocasión de admirar en su viaje a Italia de 1907. Los elementos culturales individuales están plenamente justificados por los intereses de Matisse en aquellos años. 

     El artista había admirado en Moscú, en noviembre de 1911, una serie de esmaltes bizantinos, pertenecientes a la valiosa colección del tío de Schuckin, Mijail Petrovich Botkin. Y, con el propio Schuckin, había frecuentado el departamento de antigüedades egipcias del Louvre, donde se conserva la estela Kudurru de Melis, HU II, que representa al rey ante la diosa sentada, muy próximos en su hieratismo a esta Conversación. La obra asiria había impresionado al pintor, que la repite en dos hojas de su cuaderno de dibujos para hacer estudios de ella.
  
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       El tamaño colosal del edificio se sugiere ingeniosamente cortando la imagen por arriba y por abajo, de modo que parece que se prolonga infinitamente en ambas direcciones. Vigorosas horizontales y verticales definen su estructura, recortándola contra el cielo contra intensos colores primarios. Los trabajadores parecen robots encaramados a las vigas, y las nubes que pasan crean un dramático contraste de formas con la rígida estructura de hierro. 

     Léger se formó en el estudio de un arquitecto, y estaba fascinado por la tecnología industrial y las formas dinámicas de las maquinarias y las obras de construcción. En este cuadro de líneas fuertes y angulosas, se advierten indicios de influencia cubista. Léger trabajó en muchos campos: cerámica, vidrieras, diseños escénicos para el ballet sueco e incluso cine (realizó la primera película «abstracta», utilizando objetos como «actores»). 

     Entre sus últimas obras figuran los enormes murales decorativos para el edificio de las Naciones Unidas en Nueva York.
  
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       Como Cruces y columnas, Ad Parnassum forma parte de los experimentos en clave puntillista (o divisionista) acometido por Klee a principios de los años treinta, basados en los esencial, en la yuxtaposición de minúsculas manchas de color sobre el lienzo. El resultado obtenido con esta técnica - aquí ornamentada con un toque de blanco en el centro de cada punto coloreado, generando un efecto de mayor plasticidad y un movimiento connatural a la luz vibrante - se aproxima al bajorrelieve. 

     El objetivo, expresado en muchas ocasiones por el artista en discusiones teóricas, es conseguir un “dinamismo puro”, utopía compartida por otros miembros de la Bauhaus. Kandinsky había introducido en muchas obras la imagen del globo o del paracaídas, mientras Moholy-Nagy teorizaba una historia del arte plástico que iba “de la masa al movimiento”. Klee, por su parte, tanto en sus obras como en sus escritos teóricos, aborda el problema partiendo ante todo de la representación de figuras geométricas en suspensión, a las que confieren dinamismo unos módulos y colocaciones precisas. 

     La representación de círculos, flechas, segmentos de líneas rectas bien marcadas y ángulos de diversos géneros, suspendidos sobre un lecho de puntitos en continuo y vibrante realismo, va en esta dirección. Obras como Ad Parnassum y En cópula, el artista muestra en términos pictóricos un espacio cósmico de relaciones que tienen el objetivo primario de reflexionar acerca de la posibilidad de representar en la pintura la perenne ambigüedad entre movimiento y eternidad. Esta obra en concreto alude a un lugar de la mitología: figura la entrada del Parnaso, morada de Apolo y las Musas.

Es la época de la salida oficial de Klee de la Bauhaus, que no supuso una ruptura rencorosa sino que fue acompañada por diversas manifestaciones de homenaje al artista suizo.

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      Esta imagen de la Virgen en el reino de los cielos, una pintura visionaria llena de devoción y de sentimiento religioso, fue encargada para el Hospital de los Venerables Sacerdotes de Sevilla. 

     La suavidad de las pinceladas y el rico pero delicado colorido, bañado en una suave luz, infunden ternura a la composición. Un grupo de juguetones querubines rodea a la Virgen como una aureola. La composición sigue las normas recomendadas por los teóricos del arte español del siglo XVII, pero está animada por el fuego de la devoción de Murillo. 

     Comparado con el realismo duro, casi brutal, y las emociones exacerbadas de sus contemporáneos José de Ribera y Francisco de Zurbarán, el estilo de Murillo es más tierno y sentimental, y recuerda al del artista italiano del siglo XVI Correggio. Sus obras estaban muy solicitadas en toda Europa y fueron copiadas e imitadas con frecuencia hasta bien entrado el siglo XIX.

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     Auténtico manifiesto de la felicidad hallada junto a su esposa, Bella, este cuadro es para Chagall la expresión de una alegría infinita y de una nueva visión, dominada por el poder de la fantasía y de la creatividad combinadas con el amor.

     El asunto es un inverosímil paseo romántico de los dos enamorados en el verdor de la campiña de los alrededores de Vitebsk, durante un picnic. En el centro de la composición destaca la figura de Chagall, elegantemente vestido con un conjunto negro y camisa blanca de amplio cuello, y que a la izquierda, el lado del corazón, tiene de la mano a Bella mientras que con la derecha sujeta delicadamente un pajarito; su rostro está iluminado con una radiante sonrisa. Bella, vestida con un traje color carmín. Se lanza al cielo acompañada del viento y es retenida por su amado, como si fuese una cometa.
                
     El juego figurativo sugiere que Chagall ha obtenido del don del vuelo del pajarito y que el contacto entre la mano del pintor, el animal y Bella es el medio que permite a ésta volar. Junto a la pareja, ocupada en este pintoresco paseo, está extendido un mantel rojo decorado con flores multicolores, en el cual se ve una botella de vidrio llena hasta la mitad de vino y una copa.

     El tema del paseo y el vuelo de los enamorados reaparece en Chagall con frecuencia; es el signo evidente del poder del amor, que trasciende a la pareja y se potencia en la naturaleza.

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     El sol valenciano, las gentes del pueblo y sus actividades lúdicas vuelven a protagonizar los cuadros del artista. Una vez más, como resulta habitual en toda su producción, la temática elegida se convierte en una excusa para realizar un estudio de la luz y el color. Ambos elementos, aplicados mediante largas pinceladas, serán los elementos principales de sus composiciones.

     Niños en la playa es sin duda una de las obras cumbre de Joaquín Sorolla. En ella aparecen representados tres niños tumbados en la playa muy cerca de la orilla. Los cuerpos desnudos demuestran el perfecto dominio del pintor de la anatomía infantil. Preocupado por mostrar las expresiones de los personajes, supo captar la mirada penetrante de uno de los niños entre los trazos indefinidos de su rostro. El agua emana a través de grandes pinceladas de tonos azulados y violáceos, trazando manchas que imprimen una cierta sensación de oleaje y movimiento. Las sombras que refleja el artista no son de color negro, tal y como imponía la tradición adquieren matices especiales a partir de una paleta que emplea el malva, el blanco y el marrón, acercando el resultado a las consideraciones del impresionismo. El conjunto rezuma la atmósfera de aquel Mediterráneo que Sorolla conocía y admiraba.

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     En diciembre de 1917, Zborowski organizó una muestra en la galería de Berthe Weill en la Rue Taitbout. Weill, de origen alsaciano, que murió en la miseria porque se conformaba con unas modestísimas ganancias, era una de las figuras más originales del mercado del arte de aquellos años; bien aconsejada, expuso a Matisse, Picasso, Duffy, Utrillo, Derain y naturalmente a Modigliani. 

     El día de la inauguración del artista livornés, los desnudos expuestos suscitaron tal escándalo que el comisario de policía del barrio, que tenía sus oficinas frente a la galería, tuvo que intervenir amenazando con secuestrar los cuadros si no eran retirados de inmediato. Por fortuna, la exposición no fue clausurada, pero Weill y Zborowski sólo consiguieron vender dos dibujos, a treinta francos cada uno. Entonces, Berthe, para no desanimar a Zborowski, le compró cinco cuadros. 

     Es difícil imaginar el motivo por el cual los desnudos de Modigliani causaron tanto escándalo; desde luego el desnudo no era una novedad en la pintura. Sin embargo es posible conjeturar que el encuadre de la representación contribuyese a alejar la idea de una modelo colocada cuidadosamente en pose, acercando por el contrario la imagen a la realidad íntima de una mujer cualquiera desnuda sobre el lecho.

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Goya_Los fusilamientos del 3 de mayo_
Museo del PRADO. Madrid 
     Este conmovedor cuadro de Goya se erige como una de las más perdurables imágenes de la inhumanidad. El 2 de mayo de 1808, los madrileños se alzaron contra el invasor, y al día siguiente los franceses se vengaron con saña ejecutando a cientos de rebeldes y a otros que no pasaban de ser simples espectadores de los acontecimientos. Goya no pudo registrar los hechos hasta seis años después, cuando Fernando VII volvió a ocupar el trono. 

     El cuadro trasciende su marco histórico y plasma dos rasgos señeros del arte goyesco: su capacidad para crear imágenes poderosamente directas y su sentido moral, crítico pero siempre distante.

     Tanto estética como históricamente, el cuadro de Goya es el reverso de El juramento de los Horacios, de David, que plasma la imagen de unos héroes dispuestos a morir por una causa. Goya nos retrata al antihéroe: no al guerrero, sino a la víctima cuya muerte se convierte, casi por azar, en un llamado a los que combaten por la opresión. También el estilo de Goya contrasta con el de David, con escasos perfiles marcados y una pintura suelta llena de ambigüedades y sutilezas. Obsérvese que la postura de éstos soldados, repite, a la inversa, la de los Horacios.

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     Vermeer es uno de los pintores más misteriosos e inaprensibles. Pocas obras pueden adscribírsele con certeza, y permaneció olvidado desde finales del siglo XVII hasta su “redescubrimiento”,  a mediados del XIX. Hoy se le reconoce como uno de los maestros de la Pintura holandesa de género. 

     Es típica de Vermeer esta intromisión en la intimidad de los personajes, junto con la meticulosa observación de la luz y el preciso manejo del color. Además de su poder de seducción visual, la obra está repleta de emblemas y alusiones a la vida de la época, y más específicamente a la condición del pintor y su arte en la Holanda del siglo XVII.

     La modelo representa a Clío, musa de la Historia, cuyos atributos son la corona de laurel y un libro que registra los hechos heroicos. Aunque la obra de Vermeer parece de nítidos contornos, una mirada atenta revela cualidades de una fotografía algo desenfocada, como si hubiera que forzar la vista para definir cada detalle. Puede que sea ese efecto de claridad inminente, más que presente, lo que confiere a sus cuadros una imperiosa cualidad vital.

     Vermeer ordenaba e espacio de una manera compleja y creaba una convincente disposición de objetos en un espacio cerrado. Son varias las obras en que colocó una silla en primer plano, un enlosado ajedrezado, el tablero de una mesa y la interacción de figuras humanas con muebles cuidadosamente situados. Este cuadro es el más logrado y complejo de los que adoptan tal disposición.

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     Este cuadro forma parte de una serie de tres cuadros de gran tamaño, realizados el mismo día, que ofrecen a Miró la oportunidad de trabajar en grandes extensiones. Se advierte sin duda el deseo de superar los límites, de lanzarse más allá, la manera que tiene el artista de aludir a lo que estaba experimentando del expresionismo abstracto, estudiado en 1959 durante su segundo viaje a Estados Unidos. La lectura más correcta para esta obra incluiría una visión integral de los tres lienzos para poder captar los diversos matices de azul.

     Las grandes dimensiones hacen que el color, protagonista indiscutible, sea percibido sin el límite impuesto por el marco. Los diversos modos en que hace su aparición el azul en estos tres lienzos confieren cada vez una elocuencia distinta. El color vibra en el lienzo y viene a mostrarnos en cada ocasión la noche interior, la pureza del espíritu, la dimensión del sueño, la del alma.

     Sólo unos escasos signos, que aumentan más la resonancia del color, intervienen y dan un punto de referencia que nos evita perdernos en el infinito que Miró ha abierto más allá del lienzo. Pequeños agujeros, puntitos negros, colas de cometa que cruzan el espacio, bandas rojas que han caído donde están, sólo podrían estar allí; en esto demuestra el artista su gran sensibilidad. Su esencialidad está próxima a la de los signos primordiales que encontramos en las paredes de las grutas de Lacaux; una vez más, Miró nos ha hecho realizar un viaje por el universo.

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    Este paisaje, con su mezcla de colores y reflejos, es etéreo y saturado de luz. Monet ha conseguido este efecto cubriendo el lienzo de pinceladas individuales de diferentes colores, una rica mezcla de azules, rojos y verdes que crean la impresión de luz sobre la superficie del agua. Poco después de construir un jardín acuático en su jardín de Giverny, Monet empezó a percatarse de sus posibilidades pictóricas y lo pintó una y otra vez el resto de su vida.

     Su primera serie de pinturas del jardín, ejecutadas durante los veranos de 1899 y 1900, refleja las constantes variaciones de la luz y el aire en la superficie del estanque. Monet no fue uno de los principales del movimiento impresionista; además, sus experimentos con la pintura, el color y la luz, abrieron el camino al arte abstracto.

     Cézanne, su casi contemporáneo lo describió así: «Sólo era un ojo, pero ¡Dios, qué ojo!».

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     Un torbellino de formas y colores crean una imagen dinámica y visionaria del cielo. El personaje central del cuadro, el conde de Orgaz, era un dignatario toledano tan piadoso que, según la leyenda, san Agustín y san Esteban aparecieron milagrosamente en su sepelio para depositar su cuerpo en la tumba. En la parte superior, un ángel de cabellos dorados introduce su alma al reino de los cielos, mientras nobles y clérigos de la ciudad contemplan la escena. 

     Nacido en Creta, El Greco se formó en Roma y en Venecia antes de trasladarse a Toledo. El estilo dominante en la época era el clasicismo de Miguel Ángel, Rafael y Ticiano. El Greco transformó estas poderosas influencias en un estilo propio y característico, de intensa espiritualidad, con figuras alargadas, movimientos acentuados y radiante colorido, a veces sobrenatural. Aunque fue altamente reputado en vida, El Greco fue posteriormente tildado de incapaz en cuanto a técnica y mentalmente inestable, hasta que en el siglo XX lo “redescubrieron” artistas de vanguardia como Picasso. 

     Su obra puede ser considerada como un ejemplo del manierismo en su máxima expresión.

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     Los cuadros de Van Gogh se cuentan entre las imágenes más difundidas actualmente. Las reproducciones se venden por doquier, y las pinturas originales alcanzan cotizaciones de astronómicas, lo cual contrasta con el fracaso del pintor en vida. 

     Van Gogh realizó tres versiones de esta obra. La primera data de octubre de 1888, cuando aguardaba en Arlés, en el sur de Francia, la llegada de su amigo, pintor también, Paul Gaugin. Ésta es la tercera versión, pintada en 1889 mientras se recuperaba de una crisis nerviosa en el manicomio de St. Remis. Las tres versiones presentan diferencias mínimas de color y detalle.

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     El cuadro, conocido también como Los relojes blandos, es uno de los más famosos y enigmáticos de Dalí. Conocemos el origen de esta imagen, ya que él mismo, en la Vida secreta, cuenta cómo tuvo la intuición de los relojes blandos y cómo los insertó en un paisaje que ya había pintado antes. Una tarde que Gala había salido con unos amigos, él, que no se encontraba muy bien, se había quedado en casa y había cenado Camembert: la tierna consistencia y la forma redonda de este queso hizo nacer en él la idea de añadir “los relojes blandos” a una vista de la bahía de Port Lligat al atardecer que se hallaba en el caballete, en el estudio. Dalí se puso de inmediato manos a la obra, la idea tomó cuerpo y en pocas horas el cuadro estaba terminado. La figura central, la cara con larguísimas pestañas que aparece obsesivamente en todos los cuadros de esta época, se inspira en una extraña roca que el pintor había visto en el cabo de Creus, cuya forma es muy semejante a la de esta figura.

     Una esfera de reloj deformada, como a punto de derretirse, había aparecido ya en una obra del año anterior, Osificación prematura de una estación, en la cual la yuxtaposición del motivo de la hora y el de los trenes remite sin duda a bien conocidos motivos chiriquianos. La noción del tiempo que pasa, además de por los relojes que dan su exacta medida, es sugerida en Dalí por las sombras que se pueden considerar equivalentes a la generada por un reloj de sol. En un texto publicado en la revista Minotauro en el invierno de 1935 dirá: “El tiempo es la dimensión delirante y surrealista por excelencia”.

     Esta pintura se expuso en enero de 1932 en la retrospectiva dedicada a los surrealistas por la galería Julián Levy de Nueva York, y poco después adquirida por el Museum of Modern Art.

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     El año 1925 fue muy importante para Kandinsky: la Bauhaus, acusada de “bolchevismo cultural” se vio obligada a trasladarse a Dessau, donde alumnos y profesores hallaron unas condiciones más favorables. Kandinsky siguió abordando en esta época problemas de carácter formal: las relaciones de fuerza y peso entre los entes geométricos y su interacción con los colores. La investigación teórica confluirá en 1926 en el texto Punto y línea en la superficie, que se puede considerar como una especie de “gramática de la pintura abstracta”.

     En este lienzo es de nuevo protagonista una tensión derivada de una cierta disposición de los colores fundamentales que dan título a la composición. Ocupa la parte izquierda una magnífica elaboración gráfica: líneas paralelas, curvas, convergentes, combinadas con polígonos y círculos, que entre otras cosas dan origen a un divertido perfil humano estilizado. El color dominante es el amarillo, con su luminosidad y energía. En la parte derecha, por el contrario, el aspecto cromático prevalece sobre el gráfico: ante el fondo, un gran círculo azul con una mancha roja al lado y, superpuestos a ambos, ajedrezados y polígonos de vivos colores; de en medio de esta maraña se eleva como en triunfo una bandera. 

     De gran efecto es también la cinta negra ondulada que cierra el lado derecho, que podríamos considerar como la “firma” del artista. La obra se resuelve en el paso de la profundidad del azul a la luminosidad del amarillo, pasando por la inquietud del rojo. El fondo de colores evanescentes sitúa al conjunto en una atmósfera onírica, mientras que los círculos sabiamente distribuidos contribuyen a dar una sensación de equilibrio. 

     Se percibe que está a punto de empezar la época “romántica” de los círculos: “El círculo [...] a veces no puede ser calificado de otra cosa que de romántico, y el romanticismo puede ser definido como verdaderamente profundo, bello, significativo, y nos hace felices, es un trozo de hielo en el cual arde una llama”.
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       Para el pabellón español de la Exposición Internacional de las Artes y las Técnicas, que se celebraría en París en 1937, Picasso decidió ejecutar un lienzo de grandes dimensiones. Estuvo muchos meses buscando un tema adecuado a las dimensiones del lienzo que había elegido. En abril de 1937 llegó la noticia del bombardeo alemán que había arrasado por completo Guernica. El ataque, lanzado en unas horas en las que las calles de la pequeña población vasca estaban llenas de gente, suscitó en Picasso ira y desesperación: se puso a pintar frenéticamente y en el plazo de cinco semanas había terminado la obra, que se convirtió en símbolo de la protesta universal contra la guerra. 

    Dora Maar nos ha dejado una interesantísima documentación fotográfica del desarrollo del lienzo. La obra fue para Picasso la oportunidad de abordar un tema político. El feroz bombardeo deviene en un himno universal contra los horrores de la guerra. La estructura compositiva piramidal, está inspirada en La Batalla de San Romano de Uccello además del caballo central y los miembros destrozados. El personaje que a la derecha alza las manos en su desesperación recordando al fusilado de camisa blanca del cuadro de Goya. La técnica utilizada y la opción por la monocromía se ajustan perfectamente a una obra que pretende denunciar las consecuencias luctuosas y destructivas de un acontecimiento bélico.
Como escribió Herbert Read, Picasso creó un “monumento a la desilusión, a la desesperación, a la destrucción”.
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    Courbet fue una figura desbordante en todos los sentidos. Hombre de gran presencia física, pintó cuadros grandes sobre grandes temas – la vida, la muerte, la naturaleza y la existencia humana – y desafió las prácticas del arte convencional francés de la segunda mitad del siglo XIX. Este cuadro, que constituye su obra maestra, es como un manifiesto en el que declara sus creencias más íntimas y arraigadas. Representa su estudio de París, en el que dispone tres grandes grupos: en el centro, él mismo; a la derecha, sus amigos; y a la izquierda, aquellos de los que dijo que “medraban con la muerte”, no sólo sus enemigos y las cosas que combatió, sino también los pobres, los desposeídos y los perdedores. Existe abundante información sobre este cuadro gracias a los escritos que Courbet le dedicó mientras lo pintaba.

    Courbet nació en Ornans, en el Franco-Condado, junto a la frontera suiza. En 1839 marchó a París y expuso regularmente en el Salón. En 1853 conoció a Alfred Bruyas, un coleccionista de arte cuyo narcisismo casi igualaba al de Courbet y cuya amistad le reportó seguridad económica. Las posiciones políticas radicales de Courbet serían la causa de su ruina. A resultas de la Comuna de París, en la que participó activamente, se vio obligado a salir de Francia, acusado de instigar el derribo de la columna Vendôme. Murió de hidropesía, exiliado en Suiza.

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        La infanta Margarita Teresa, de cinco años, hija del rey Felipe IV de España, ocupa el centro del lienzo rodeada de sus doncellas (meninas) y enanos. El propio Velázquez se autorretrató a la izquierda del lienzo, pintando un gran retrato de los reyes, que se ve reflejado en el espejo, justo detrás de la cabeza de la infanta. Velázquez fue uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, y este cuadro está considerado como la obra maestra de sus últimos años. Tenía pocas influencias de otros artistas, aunque en 1623 fue nombrado pintor de la corte de Madrid y allí descubrió las obras de Ticiano de la colección real. También conoció a Rubens, con quien compartió estudio durante una temporada, y se cree que fue Rubens quien le animó a visitar Italia. Velázquez tenía un enorme talento para captar la personalidad de sus modelos, y sus obras se caracterizan por las frescas armonías de colores y tonos y por su excepcional combinación de realismo y atmósfera.
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Rembrandt_El regreso del hijo pródigo_
Museo del Hermitage. San Petersburgo

      Esta obra es generalmente considerada como una de las pinturas más sugestivas de la época tardía de Rembrandt; el hecho de que para muchos estudiosos haya que reconocer en ella la contribución de un discípulo no disminuye su calidad, que deriva, evidentemente, de la concepción inicial del maestro.

     En el cuadro se representa el momento final de la parábola del hijo pródigo: en el umbral de la casa, el padre acoge a su hijo arrepentido con un gesto de bienvenida y de perdón. A la escena asisten algunas figuras: el personaje de pie ha sido identificado como el hermano mayor, mientras que el hombre sentado que se golpea el pecho y las mujeres que se vislumbran en el fondo parecen tener un simple papel de circunstantes. Por lo que parece, la intervención del discípulo, tal vez Aert de Gelder, se centró sobre todo en estas figura secundarias.

    Es posible que para este cuadro Rembrandt se inspirara en un grabado del holandés Maarten van Heemskerk, aportando algunas variaciones significativas; en su versión del tema modificó, en efecto, el punto de vista del espectador, haciéndolo coincidir con el del hijo pródigo. El pintor hace especial hincapié en la representación del perdón: el hijo implorante se esconde en el abrazo del padre-madre (repárese en sus diferentes manos), que le rodea los hombros con un gesto de ternura y piedad. El joven lleva un traje deteriorado, lleno de desgarrones y agujeros, y sus pies llagados se salen de las sandalias desgatadas; también la espada que recuerda su noble origen. Con los colores, Rembrandt trazó una única forma armoniosa, compuesta por la túnica del hijo mayor y la vestimenta del padre, con el rojo del manto subrayó el gesto del abrazo. La fecha de este cuadro es muy discutida; la paleta y las elecciones formales y compositivas lo acercan de manera visible a otras obras de los últimos años, como La novia judía y el Retrato de familia.

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