Salvo para un puñado de colegas y coleccionistas, la obra de Cézanne pasó prácticamente inadvertida durante gran parte de su vida; pero a poco de su muerte se le reconoció como un verdadero coloso cuya obra estaba llamada a cumplir un papel decisivo en la historia del arte. Cézanne es al arte moderno lo que Giotto al Renacimiento. En toda su obra dejó constancia de que había otra manera de ver y de plasmar en el lienzo su percepción del mundo, orillando las convenciones establecidas por el Renacimiento. Sus temas son, de hecho, de lo más tradicional: paisajes, desnudos, retratos o un bodegón
improvisado en cualquier rincón de su estudio.
Y es que Cézanne, más que aplicar las técnicas que se enseñaban en las escuelas de arte (y que él nunca logró dominar), se impuso la disciplina de copiar tan sólo lo que veía, como demuestra fehacientemente esta célebre naturaleza muerta, pintada hacia el final de su vida. Pero la suya no fue tan sólo una mirada fría y objetiva: los objetos de sus humildes bodegones están contemplados con pasión, y el artista procura vestir su cuadro de la máxima belleza, aun cuando ésta se aleje de las convenciones al uso.
Y es que Cézanne, más que aplicar las técnicas que se enseñaban en las escuelas de arte (y que él nunca logró dominar), se impuso la disciplina de copiar tan sólo lo que veía, como demuestra fehacientemente esta célebre naturaleza muerta, pintada hacia el final de su vida. Pero la suya no fue tan sólo una mirada fría y objetiva: los objetos de sus humildes bodegones están contemplados con pasión, y el artista procura vestir su cuadro de la máxima belleza, aun cuando ésta se aleje de las convenciones al uso.
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